Una madrugada de domingo caminaba por las calles de Budapest con
las manos en los bolsillos y la boca escondida tras el cuello alto de mi
capucha. Hacía frío y apenas se veía gente por la calle. Cargaba con mi mochila
estanca de color blanco y me dirigía hacia la estación de tren, los remos
colgando del macuto y las manos en los bolsillos. Apenas había amanecido
mientras me subía a un vagón en dirección al sur, a la localidad de Baja situada
a las puertas del Parque Nacional Duna Drava. Llevaba ya demasiados días en la ciudad
y necesitaba un respiro en la naturaleza, salir de la niebla que envolvía la
capital húngara, descansar en soledad del gentío que recorre constantemente una
ciudad maravillosa e inagotable.
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Estación de trenes en Budapest. |
El calor del vagón me hizo caer dormido y al despertarme el
revisor no fui capaz de encontrar el billete que pocas horas antes había
comprado. Cerca del mediodía llegaba a Baja. Caminé paralelo al Danubio durante
unas horas. La orilla opuesta, donde comienza el Parque Nacional, ni siquiera
se veía envuelta en la niebla como estaba. Tampoco podía calcular la anchura de
semejante masa de agua. El Danubio es un río con un intenso tráfico, desde
cargueros a cruceros de placer. Enormes monstruos que apenas se enterarían si
abordasen una pequeña barca como la mía. Con más miedo que vergüenza hinché mi
embarcación y pocos minutos después la niebla se disipó. Al cabo de una hora
aproximadamente me internaba en las estribaciones del Danubio dentro del Parque Nacional. Este
consiste en una serie de meandros muertos que serpentean entre el barro y la vegetación, formando enormes
bancales de arena y siendo el refugio de innumerables especies de animales,
sobretodo de aves.
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Casas elevadas a las orillas del Danubio para evitar las inundaciones durante la crecida del río. |
Acampar en este lugar no está permitido y tuve que ocultarme
mientras montaba mi tienda entre el barro y la vegetación de la orilla. En las
fotos del parque que había encontrado en la red aparecían guardas forestales
armados hasta los dientes, difíciles de distinguir entre un grupo de
mercenarios del este. Por la noche, en el momento en el que el Sol se ocultaba,
un estruendo crepuscular ensordeció mis oídos. Cientos de aves graznaban sin
parar y yo caí rendido en el corazón del bosque, con la inquietud del que hace
algo prohibido en un país desconocido y en un entorno diferente.
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A punto de cruzar el Danubio. |
Amaneció con una niebla espesa como la leche. Entre las orillas de
barro daba paladas sin alcanzar a ver nada a escasa distancia. A veces, un
aleteo como de garza se elevaba a pocos metros sin yo poder contemplar más allá
de mis remos que, con gesto aburrido, entraban y salían del agua a ritmo
constante. Atravesé trampas de pesca en forma de largos embudos de red
colocados en recodos del camino, también algunas cabañas de pescadores y, tras
muchas horas y no demasiados kilómetros, desembocaba de nuevo en el Danubio.
Esta vez no me atreví a cambiar de orilla.
Continué avanzando entre la niebla, sin saber exactamente dónde me
encontraba. Pensaba remar hasta un gran puente de hierro y cruzar el río sobre
él en dirección a la ciudad de Baja, de donde había salido. Avanzada la tarde
enormes siluetas empezaron a coger forma en mitad del cauce. Eran cargueros
fondeados cerca de las orillas, cargados de piedras y otros materiales de
deshecho. Parecían enormes monstruos dormidos cerca de la orilla, con las
formas no definidas por la niebla y teñidos por el óxido. Sobre ellos se elevó
el puente.
Atravesé el puente calado hasta las trancas y cargado de nuevo con
mi mochila. El frío aceleró mi paso e ingresé en la estación de trenes una hora
más tarde. Huellas de agua y barro dibujaban mis pasos en el amplio salón de la
estación. El agua aún caía hacia mis botas y subí al tren agarrando fuertemente
mi billete, temeroso de perderlo de nuevo. El ferrocarril se sumergió en la
llanura húngara, desde él podía ver, a menudo, carros tirados por caballos o
burros, que transportaban cultivos o mercancías medio ocultos en la niebla.
Volvía a la ciudad que había abandonado hace menos de dos días. Pero seguía con
la sensación un poco angustiante de falta de luz, de espacios abiertos, de aire
limpio, de cielo azul. Y el tren se
adentró en la niebla desapareciendo en la blancura algodonosa.
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Dentro del parque nacional |
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Mercantes en la niebla. |
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